miércoles, 22 de octubre de 2008

4.Ecayus

El joven fraile Ecayus no acababa de encontrar su sitio en el pequeño monasterio de Zeia. No era de extrañar. Mano derecha del abad Belasio en el magnífico Monasterio de Leyre, había sido instruido en la fe y en la disciplina, pero también en el conocimiento, en la medicina, en el latín, en el griego y hasta en las artes contables.

En 1067 Leyre se encuentra en pleno crecimiento, a menudo es sede real y su scriptorium es de lejos el mejor del Reino. Se cuenta que hacen falta varias vidas para siquiera ojear todos los libros, documentos y copias que atesora. Por si todo esto fuera poco, justo el día de su marcha se iniciaban los ensayos para adoptar el rito Gregoriano en los oficios. Un acontecimiento en las siempre rígidas y estacionadas normas eclesiásticas y en el que el propio Ecayus había trabajado junto al abad Belasio.

Sin embargo y tras dos años consecutivos sin noticias (ni ingresos) de Zeia, el abad Belasio decidió enviar al joven Ecayus a poner orden. Era habitual que los abades fueran preparando a los frailes más prometedores para su posible sucesión en el futuro. Zeia zarra era una de las múltiples posesiones de Leyre y lo suficientemente modesta como para que Ecayus pudiera resolver los problemas. Por supuesto Belasio pensaba en lo habitual: desorganización en la contabilidad, problemas con los aldeanos y cierta holgazanería y relajación de la regla en los frailes. Sin
embargo, había algo más. Belasio también quería poner a prueba la doctrina de Ecayus ante las vagas noticias de extrañas costumbres y ritos paganos en los feraces bosques que rodean a la fortaleza de Garaño.

En todo esto pensaba Ecayus mientras paseaba a la sombra de los gigantescos robles bajo los que se hallaban los modestos edificios de Zeia.

Nadie sabe quienes eran más viejos, si los milenarios robles o el viejísimo monasterio de Zeia zarra, ya nombrado como “el viejo” cuando fue donado hace cuarenta y cuatro años a Leyre por el rey Sancho el Mayor.

Pensaba en todo esto y en que no había encontrado ni una tumba en ninguno de los pueblecitos del valle.

Ni en el entorno de las iglesias ni apenas en el pórtico de Zeia. El Monasterio de Leyre recibía múltiples solicitudes y donaciones para yacer cerca de las mártires Nunilon y Alodia. Cabría esperar un fenómeno similar a escala reducida en Zeia. Pero… ¿dónde se enterraba a esta gente?

El paseo de Ecayus le llevó hacia el edificio del refectorio. Una casita de una sola planta con muros de mamposteria. Hacía un rato que había visto a la oronda cocinera entrar con dos gallinas decapitadas. Desde la desproporcionada chimenea se elevaba un hilo de humo con efluvios a leña y ave. Los demás frailes aún no habían vuelto de sus labores, así que se sentó enfrente de la ventana de la cocina mientras la mole de Morxte ocultaba el sol.

Tras la ventana parcialmente empañada Ecayus adivino el rostro de la cocinera trasteando con los cacharros. Luego se fijó en el vidrio de la ventana, de bastante buena calidad y con una forja tradicional de la zona.
Para cuando el Joven fraile quiso darse cuenta, estaba viendo los pechos desnudos de la cocinera, que aparentemente se estaba lavando el pelo mientras se terminaban de guisar las gallinas.
Quedó como hipnotizado por la visión. Nunca había visto a una mujer desnuda ya que eran las monjas las que se ocupaban de ellas en los hospitales cuando había que examinarlas.

En ese momento pudo ver como una sombra se colocaba tras la mujer y le agarraba los pechos. La cocinera, sin volver la cabeza, apoyo las manos en la mesa mientras comenzaba a moverse rítmicamente. Ecayus solo podía mirar los pechos de la mujer que ahora libres se movían adelante y atrás. Cuando alzó un poco la vista hacia el rostro sudoroso de la cocinera se dio cuenta de que, sin dejar de moverse, ésta le miraba fijamente con la expresión mudada por el placer.

El joven fraile ya no pudo soportar más la situación y comenzó a correr ladera arriba siguiendo el curso del barranco de Zeia. La maraña de vegetación y la escasa forma física le hicieron parar al poco rato, sudoroso, con la respiración entrecortada, una evidente erección aún fácilmente visible a través de la sotana y el rostro libidinoso de la cocinera en la mente.

Oyó entonces una voz burlona: ¿Quo vadis fraile?

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